Acabar con la infancia

black rifle

Llevarnos las manos a la cabeza ya se queda corto. Empezamos a encajar las atrocidades humanes como si fuesen signos de los tiempos ejecutadas por protagonistas alejados de nosotros y seguramente enfermos.

La violencia desatada que vivimos de forma colectiva, sin embargo, tiene nombre y apellidos. Muchos nombres y apellidos.  En Estados Unidos, la última “locura” de un chico de 18 años se llevó por delante a 19 niños y niñas y a dos profesoras. Esperó a morir a manos de la policía en la misma escuela, como hacen muchos de los que optan por ese tipo de crimen. Un grito silenciado durante tiempo que clama: aquí es donde debo morir.

Matar la infancia, acabar con la inocencia, recordar a todos que uno es importante, aunque sea por una semana en los medios de comunicación. Acabar así: llevándose a otros por delante.  Atacar o atacarse depende a veces de algo tan sencillo -y tan importante- como disponer de un arma.  Un debate propio de otro continente que nadie tiene el coraje de resolver de una vez y que está afectando a los más frágiles de una sociedad trastornada, confusa y decepcionada a los que les ponen un arma en la mano. Desde 1970, los tiroteos en escuelas con más de tres víctimas mortales se han ido sucediendo con aparente parsimonia por parte de las autoridades.

Un lugar en el que se supone que debes sentirte seguro se convierte en trampa mortal ante la impotencia general: “cómo ha podido pasar aquí?  parecía un chico tan tranquilo…”  ¿Alguien va a entender algún día que el dolor y la rabia que no se expresan son las que producen estos comportamientos?  ¿Qué más hace falta para comprender que la salud mental de los niños, niñas y jóvenes es más frágil y requiere una atención plena, una disponibilidad ágil, una red de antenas alerta para poder ofrecer ayuda antes de que sea tarde?

En Europa no estamos mucho mejor, especialmente en Alemania, donde este tipo de asesinatos en masa y posterior suicidio han sido frecuentes en los últimos años. Aunque la falta de acceso a las armas en el caso de menores también conduce a una tendencia de “resolución del dolor e ira”: augmento del suicidio (agresión hacia sí mismo/a). Tal vez vaya, en las estadísticas, en detrimento del asesinato, pero no hace falta recordar el incremento de las agresiones en las escuelas, en las calles, de las violaciones en grupo y objeto de espectáculo que también se dan cada vez más en nuestro continente.  

No caigamos en demonizar a la infancia. Todo lo contrario. Deberíamos estar profundamente preocupados por los escenarios de vida que la sociedad actual ofrece a los niños y niñas, en los que, por un lado, son tratados como consumidores de tecnologías que acaban convirtiéndose en armas de ciberacoso; o de pornografía como método de inicio a la sexualidad adulta, donde las mujeres son tratadas como objetos más que nunca, con violencia, sin empatía, sin cariño ni consideración.

Por otro lado, también son objeto de interés por parte de la medicina estética y endocrina cuando llegan al convencimiento (después de la influencia intencionada de proselitistas del género como eje de identidad) de que no quieren tener el cuerpo en el que nacieron y piden someterse (ante la confusión y contradicción interna de los padres y profesores) a la amputación de sus pechos y la hormonación de por vida para tener caracteres masculinos. ¿Nos extraña que las mujeres no quieran ser más mujeres?   ¿Nos extraña que las niñas duden sobre la conveniencia de dejar evolucionar su cuerpo hasta ser una mujer que será tratada como han visto en las escenas pornográficas?

No hay sociedad posible sin una infancia sana: que aprenda, que juegue, que se sienta protegida y amada, que crezca y evolucione con todos los elementos positivos que haya podido recibir de sus mayores, como toda la experiencia vívida que le haga amar la vida y querer aportar a su sociedad.

No hay sociedad posible si no existen adultos que se preocupen y, sobre todo, ocupen de los niños y niñas. No vamos a apelar a la bondad innata del ser humano y su función hacia las crías, aunque un poco más de pragmatismo etológico no nos iría mal, después de tanta intelectualización sobre la maternidad o la paternidad.   Esta es una tarea que, la hagan padres y madres, padres y padres, madres y madres, educadores en general, NO puede ser delegada  al orden de lo secundario.  Es primaria, importante y urgentemente necesaria y sólo puede ejercerse de humano a humano.

Si habéis notado un tono de enfado en este escrito, habéis acertado.  Hace más de veinte años que estoy viendo un deterioro progresivo en las instituciones, los medios de comunicación y la sociedad en general, del interés y atención a una etapa de la vida que, ya siendo egoístas, representa el futuro social.  Sin ser egoístas y pensando directamente en ellos y ellas, recordar que hay una Convención de los Derechos del Niño y la Niña, existen leyes que la desarrollan y hemos aprendido mucho de la penalización hacia lo que está mal.  Pero…

¿Podríamos dedicar un poco de imaginación, esfuerzo y compromiso mutuo para hacer llegar a la sociedad que la infancia incuba sus emociones i conductas durante esa etapa, con sus adultos, y las proyecta a lo largo de su vida?  Que es imposible tener una sociedad sana formada por antiguos niños/as dañados/as?  ¿Que no es ética ni sostenible una humanidad que no priorice el cuidado de sus menores?

Isabel Sierra

@IsabelSierraNav

Psicòloga

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