En los primeros años de este milenio comenzó a descollar en el mundo del marketing el concepto de “relato”. Básicamente se trata de atribuir a un producto –o a una empresa- una serie de valores a través de historias capaces de apelar de forma directa a las emociones de los consumidores, sin que aquello que se narra deba tener necesariamente una relación directa con el producto que se pretende vender o con la realidad.
A partir de aquí se da un paso más allá, multiplicando los canales desde los cuales se intenta establecer vínculos emocionales con esta historia, desde noticias en los periódicos hasta anuncios en televisión, pasando por libros, ropa, videojuegos y el propio merchandising. Con un poco de suerte, estos mismo soportes del relato pueden llegar a convertirse en un nuevo negocio, un spin-off del producto que inicialmente se quería vender.
Alguien tuvo la magnífica idea de trasladar esta lógica al marketing político. A fin y al cabo, una técnica de estas características permite convertir a los electores en protagonistas de una historia -un experiencia- en la que, sin lugar a dudas, podrán cambiar el mundo. Un relato donde hay buenos -quienes piensan como tus electores- y malos -el resto del mundo-, que además ofrece una explicación, no necesariamente razonable, a sus problemas.
El drama cuando un político decide ejercer como “cuentacuentos”, o como “cuentista”, reside en que, tal vez, narrar historias –con el componente fantástico que conllevan- puede ser asumible para una marca o un determinado producto, pero no tanto en política, donde la materia prima es la realidad social, dónde las emociones a apelar, si alguien quiere alcanzar resultados inmediatos, son el miedo y la ira.
Cuando se traspasa esta barrera emocional, nace la posverdad. Un concepto que no es precisamente nuevo. Ya Maquiavelo hablaba de algo parecido y, mucho antes que él, Tucídides y Jenofonte alertaron del peligro de utilizar el engaño para desacreditar a los rivales, despertar prejuicios y alimentar falsas esperanzas entre los ciudadanos. Formas marrulleras que ya se utilizaron ampliamente en la propaganda política europea de los años 20 y 30 del siglo XX –con resultados evidentemente trágicos-, pero que volvió a tomar carta de naturaleza, en su pleno esplendor, hace algo menos de cuatro años, en enero de 2017, durante la toma de posesión del actual presidente de los Estados Unidos, Donald Trump. Aquel día muchos periódicos se recrearon con fotografías que demostraban que al acto habían asistido muchas menos personas que cuando cuatro años antes Barak Obama lanzó su juramento a la nación. La respuesta de los recién llegados asesores presidenciales fue negar la evidencia escudándose en su derecho a “presentar hechos alternativos” con los que validar una visión propia de la realidad.
El antiguo adagio de que una mentira repetida muchas veces se convierte en una realidad, se modernizaba y reaparecía en una nueva versión, en la que una realidad desmentida –o simplemente negada- muchas veces acaba por convertirse en una mentira. Sea como sea, el resultado es el mismo, una apelación a la fe de los seguidores y una demonización de los adversarios.
La política del relato y de la posverdad es una cosa plana, donde no hay matices, donde se está a favor o en contra de una determinada postura de forma incondicional. La ideología se convierte en dogma y, en consecuencia, las herejías se multiplican, lo que se refleja en la dispersión del voto y en la imposibilidad de dialogar, ya que cualquier negociación se ve como un anatema, como una derrota humillante. Al fin y al cabo, negociar supone renuncias impensables para quien está en posesión de la verdad absoluta.
La primacía del relato sobre la ideología es el triunfo de la antipolítica y suele manifestarse en momentos de fuerte fractura social para enaltecer a unos líderes que, una vez en el poder, profundizan en esta ruptura apelando a valores nacionales y recurriendo a actitudes demagógicas. Lo vemos en Estados Unidos, donde el mandato de Trump se ha caracterizado por una polarización de la sociedad, el crecimiento de las desigualdades y el desmantelamiento de las medidas creadas para vencerlas.
Hablamos de Estados Unidos, pero podríamos hablar del Reino Unido y del Bréxit, de Salvini en Italia o de Viktor Orban y su iliberalismo en Hungría. En realidad, ni siquiera hace falta viajar para descubrir la política del relato y sus consecuencias. Basta con mirar en nuestro propio ecosistema político.
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Jaume Moreno
Periodista
@emetent

