El pasado 6 de enero Donald Trump consiguió (en opinión de ciertos analistas) el objetivo que se marcó cuando supo que había perdido las elecciones ante J. Biden: lograr que la tensión social en Estados Unidos pesara más que su derrota electoral. Es el ABC del fascismo: o poder o destrucción. Quienes resaltan de Trump que ha sido uno de los pocos presidentes norteamericanos que no se ha enrolado en ninguna guerra durante su mandato, se olvidan de que la guerra que Trump pretendía ganar era una “guerra civil”. Posiblemente la realidad es que Trump nunca ha estado interesado en la guerra bélica. Lo que toda su vida a practicado ha sido la ”guerra económica”. El alcanzar la presidencia, le permitió aspirar a liderar una guerra mundial económica, especialmente contra China.
El asalto al Capitolio puede interpretarse, aunque no lo parezca, como una buena noticia. Supone el punto final al relato de mentiras de Donald Trump y la visualización de su ridículo que también lo es de la nación, a falta de ver las reacciones de la Justicia y la clase política americanas. Lo dramático de los relatos que, como el de Trump, se basan en mentiras amplificadas, es que no desaparecen fácilmente y por desgracia requieren de un punto de inflexión extremo, posiblemente explosivo. El asalto al Capitolio con por el momento cuatro muertos y el Partido Republicano (incluido el vicepresidente de Trump) desmarcándose de los delirios de su jefe, pueden ser el inicio de una explosión política sin precedentes. Sin embargo, ese hecho no puede ser una buena noticia puesto que ha mostrado de manera práctica como destrozar la convivencia y la democracia. Esas no son lecciones de las que estemos necesitados en la actualidad.
Que el trumpismo muriese el día 6 (muchos lo deseamos fervientemente) no significa que haya muerto la política de odio que Trump ha sabido utilizar tan bien durante estos años. Estados Unidos, con 230 años de democracia a sus espaldas, tiene por delante una tarea que a día de hoy se antoja ardua: lograr la convivencia entre la diversidad y quienes la odian. Ese es el verdadero legado de Trump y va a costar erradicarlo. El enfrentamiento entre los que creen en la diversidad y la democracia y quienes la odian es tan antiguo como el hombre. El problema es que ingenuamente muchos creímos en esa etapa se había superado: hemos vendido la piel del oso antes de cazarlo.
El asalto al Capitolio fue sin lugar a dudas un intento de golpe de Estado. Quizás un poco cutre, la turba tenía el aspecto de malhechores provocadores y disfrazados de no se sabe qué. La organización y disciplina brillaban por su ausencia. Como aún presidente del Gobierno norteamericano, Trump era el responsable de que el Capitolio tuviese la seguridad necesaria para que la institución funcionase. También lo era de desalojar a quienes habían protagonizado el asalto. No hizo ni una cosa ni la otra, sino alimentar vía Twitter el conflicto, al mismo tiempo que intentaba salvar su culo tras comprobar que aquello podía acabar en un problema de responsabilidad penal, por el momento impredecible. Sin embargo, si Trump acabase sentado en el banquillo de los acusados, posiblemente el problema de convivencia se agravaría todavía más (no olvidemos los más de 70 millones de votantes que tuvo). Pero si no se le juzga por este intento de golpe de Estado, se va a generar un gravísimo problema de impunidad que dañará y lastrará a la Justicia americana durante mucho tiempo, más allá de que puede ser la chispa que inicie nuevos enfrentamientos en las calles de todo el país. El dilema está servido.
Los españoles ya sabemos desde hace tiempo que la ultraderecha no sólo la encarnan señores con tricornio o rapados con esvásticas, sino también frikis que juegan a salvar la patria creyéndose iluminados o paramilitares que resuelven las cosas en un plis plas. Hay que hablar claro: el fascismo ha sabido dar cobijo a lo más bajo de nuestras sociedades, éticamente hablando. Una vez más, el más tonto de la clase, el más violento del barrio, el más homófobo de la familia, el más racista de la oficina, no esconde sus miserias, sino que las muestra con orgullo y encima consigue adeptos. La ultraderecha de hoy ha descubierto que no están sola: tiene muchos clientes potenciales. Algún día tendremos de reconocer que el fascismo se daba y se da en todos los países, independientemente de si han ganado o perdido las diferentes guerras que asolaron el siglo XX.
Para más inri, la derecha española volvió a retratarse ante esos acontecimientos. Si la conservadora Ángela Merkel, si miembros del Partido Republicano de Trump condenaban sin matices lo sucedido, los representantes de nuestra inefable derecha se dedicaron a hacer piruetas comparando un asalto a la soberanía nacional de Estados Unidos con las manifestaciones del 15M o con las protestas feministas frente al parlamento andaluz tras la llegada de Vox. El asalto de Tejero al Congreso fue ayer la única comparación que la derecha española tenía que haber mencionado como símil de lo que ha pasado en Estados Unidos. Las derechas europeas o la norteamericana tienen una diferencia clave con la derecha española en lo que respecta a su relación con la democracia: saben diferenciar lo que es una protesta legítima de un golpe de Estado. Quizás sea debido a que ni el partido de Merkel, ni el Partido Republicano de Estados Unidos fueron fundados por ministros reciclados de una dictadura: ¿se les nota?

Temi Vives Rego
Biòleg i professor honorífic de la Universitat de Barcelona
