La colección Barcelona Memòria en Vinyetes, patrocinada por el Ayuntamiento, es una magnífica iniciativa para recuperar la historia de la ciudad y de sus gentes a través del lenguaje del cómic y los recursos de la novela gráfica.
La cuarta entrega, dedicada a hechos históricos significativos y a sus protagonistas —muchos de ellos voces anónimas—, lleva por título el de este escrito y por subtítulo Una lucha obrera en la Barcelona antifranquista. Es fruto del trabajo del periodista Jordi de Miguel y de la dibujante Cristina Bueno.
Puede sorprender que, para los ciudadanos de la Ciudad Condal y especialmente para los trabajadores, la Transición resultara tan esperanzadora. De pronto dejaban de detener, torturar, encarcelar y matar por ejercer derechos fundamentales que más tarde quedaron recogidos en la Constitución Española de 1978.
Es cierto que la mayoría de los poderes empresariales, financieros, tecnológicos, judiciales, policiales, administrativos, educativos y culturales permanecieron en las mismas manos. Pero creíamos que, si en el tramo final de la dictadura habíamos logrado avanzar, con la democracia podríamos caminar hacia una sociedad más justa e igualitaria, en la que cada cual aportase según sus posibilidades y recibiese según sus necesidades. Muchos años después, los hechos hablan por sí solos.
La explicación de todo aquello —y también de lo que fueron la Segunda República, la guerra civil y la dictadura— ha sido tan deficiente que este esfuerzo actual se vuelve imprescindible. Conviene impulsarlo y darle la mayor difusión posible. Conocer la historia es necesario, sobre todo para no repetir sus capítulos más infames.
En este cómic, antiguos trabajadores y trabajadoras relatan lo que fueron las “viviendas de SEAT”, una colonia industrial que llegó a acoger a más de tres mil empleados en el barrio de la Marina, entonces conocido como Zona Franca.
El libro, que forma parte de la memoria viva de Barcelona, recorre la historia de la emblemática SEAT y de las luchas obreras de los años setenta, especialmente cuando el 18 de octubre de 1971 se declaró una huelga en toda la factoría para exigir la readmisión de los representantes sindicales despedidos.
Si en los setenta fuimos punta de lanza del movimiento obrero español, no fue por la existencia de unos pocos iluminados, sino porque practicamos un sindicalismo dirigente pero no dominante. Nos organizamos por secciones, talleres y centros de trabajo, y nos coordinamos con comisiones obreras de otras fábricas y sectores. Escuchábamos siempre la voz de los trabajadores, aportábamos coherencia y articulábamos la acción colectiva. La solidaridad era el pegamento, y la dirección recaía en personas que se hicieron sindicalistas por necesidad y vocación, y que se conformaban con la gloria del reconocimiento y el afecto de sus compañeros.
También es cierto que, en distintos grados, teníamos una profesionalidad que nos identificaba con el producto que fabricábamos; sabíamos quién era el representante ejecutivo de la patronal; compartíamos un mismo convenio colectivo; y disponíamos de tiempo para forjar vínculos de compañerismo y amistad. La unión nos permitió perder el miedo al potencial represivo de la empresa y del régimen.
Pedro López Provencio
(Una explicación más amplia se puede encontrar en mi novela “Conspirar contra el olvido”.)