Henrietta Dugdale

“Hay quienes dicen: si permitimos que la mujer salga de su ámbito, descuidará los deberes domésticos “.

No podemos hablar de las mujeres feministas de Australia sin remarcar que en realidad formaban parte del Imperio Británico prácticamente hasta 1931, se consolidó totalmente en 1986.  Pero ciertamente desde 1901 Australia tenía un estatuto especial, como colonia de poblamiento que era del imperio.  De hecho, en el desarrollo y crecimiento de Australia influyó bastante la Primera Revolución Industrial, pero sin duda fue la Segunda la que convirtió al país en un elemento clave del imperio, aunque no siempre por motivos loables.  Posteriormente las Primera y Segunda Guerra Mundial dieron a este país un papel importante en el Imperio y su camino hacia su total independencia.

Por ello no era de extrañar que la conexión marítima de Gran Bretaña con Australia fuera relativamente normal, como lo eran con otras colonias de la misma categoría, y que la gente marchara a los confines del mundo en aquel momento no era extraño.

Henrietta Agusta Worrell se casó en 1852 con un marino llamado Davies, con el que se embarcó en la aventura de ir a Australia. Al poco de llegar su marido fallece y se casa con William Dugdale, el cual era hijo de un clérigo; de este matrimonio nacieron tres hijos. No será su último matrimonio, ya que en 1093 se vuelve a casar, en esta ocasión con Frederick Johnson.

Henrietta Dugdale (1827-1918) fue una de aquellas mujeres. Desde muy joven manifestó su interés por la defensa y lucha contra las injusticias, tanto para hombres como para mujeres. De hecho, mucha de la población que iba a Australia, forzosa o voluntariamente, no pertenecía a clases en buena posición económica, más bien eran personas que buscaban un nuevo futuro en un territorio prometedor.

Nada más comenzar su andadura, y aventura, australiana es consciente de la situación precaria de las mujeres y especialmente de su indefensión frente a unas leyes que no la protegían.  Es por ello que escribe en un diario, bajo pseudónimo, en contra de un proyecto de ley que despoja a las mujeres de sus bienes, dejándolas en una situación de plena miseria, cuando el marido las abandonaba. Estas injusticias, según ella, no pueden llevar a nada bueno.  Las consecuencias de las mismas pueden ser terribles.

En 1869 se encuentra vincula al Movimiento de Mujeres de Victoria, y ya en 1884 es la presidenta de la primera Sociedad en favor del Sufragio de las Mujeres, también en Victoria.

De un verbo fino y mordaz, con una ironía calculada, se la escucha con interés, tanto sus discursos con sus escritos no dejan indiferentes a esta sociedad en crecimiento.

Henrietta es una mujer inquieta, no para, de amplias miras, su foco central es la mujer y esta ha de cambiar para que todo cambiar y para favorecer que la sociedad.  Sus intereses son muy amplios: derechos de las mujeres, acceso a los estudios, e incluso la mejora de su vestimenta, como ella misma dirá por razones de salud, que la liberen de los “instrumentos” que la oprimen. Será todo un anticipo su lucha por el cambio de vestimenta, “la liberación del corsé”, que quedará culminada tras la Primera Guerra Mundial.

Creía en los cambios, en el progreso, en la factibilidad de las mejoras, y, especialmente, en la igualdad de los sexos. Todas estas opiniones quedarán reflejadas en su libro A Few Hours in a Far Off Age (Melbourne, 1883), el cual dedicó a George Higinbotham, y según ella misma expresa “en sincera admiración por los valientes ataques hechos por ese caballero contra lo que ha sido, durante todas las edades conocidas, el mayor obstáculo para el avance humano, el más irracional, más feroz y más poderoso de los monstruos de nuestro mundo -el único diablo- la IGNORANCIA MASCULINA”.

Es esta ignorancia masculina contra la que se enfrentó, pero también lo hizo contra la ignorancia, analfabetismo en realidad, y pasividad femenina.  El cambio debía comenzar en las mujeres, en su capacidad de superarse, de respetarse, y de reclamar lo que nadie les debía haber negado: su igualdad ante la ley.

Hubo muchas cosas del momento que Henrietta puso en su punto de mira, desde la monarquía, la desigualdad salarial, el abuso del alcohol, el cristianismo machista y paternalista, etc., pero ante todo y sobre todo era conseguir el sufragio femenino.

Evidentemente todas estas ideas expuestas en textos y discursos le hicieron ganar muchos adeptos, pero también una amplia repulsa entre los sectores más conservadores de la sociedad.

Henrietta pensaba que esta posición de sometimiento, casi servidumbre, de las mujeres se mantenía de manera consciente para continuar manteniendo los privilegios masculinos.  Había un punto clave, el religioso, ya que mantenían la idea de que los hombres habían sido hechos a la imagen de la divinidad mientras que las mujeres eran el origen del pecado, con este argumento podían someterlas y dominarlas: eran en sí el origen del mal. El dogma religioso, tal cual era planteado justificaba totalmente el estatus de inferioridad de la mujer.

Henrietta, por lo tanto, rechazaba la moral religiosa (cristiana) tal cual era en aquel momento, y se autocalificaba de creyente en una “ética verdadera”, desvinculada de dogmas, pero sobre todo de la intolerancia y marginalidad que planteaban.  Creía firmemente en la igualdad de los sexos, y en que la justicia debía tener una visión universal, no una visión sexista, así sería el pilar de esta igualdad.

En realidad, en un territorio nuevo, enfrentándose a elementos y entornos diferentes de la lejana Europa, Henrietta intentó plantear una sociedad nueva.  Todo podía surgir.

Nos plantea en su libro la esperanza en el progreso y en los cambios, un análisis agudo de la sociedad hasta ese momento, y termina con una nota de optimismo: “Sueño, o lo que sea, veo siempre la hermosa luz brillando con verdad y esperanza. ¡Nadie puede apagarlo!”.

El movimiento sufragista está en pleno desarrollo, ella había fundado en 1884 la Victorian Women’s Suffrage Society con Annie Lowe, siendo la primera sociedad de sufragio femenino fundada en Australia, o como la denominaban, en Australasia.

Finalmente, en junio de 1902, cuando contaba con 75 años, las mujeres de Australia consiguieron su derecho a voto.  Fue el primer país del mundo que concedió este derecho a las mujeres, y también fue el primer país en permitir que las mujeres se pudieran sentar en el parlamento.

Su vida fue compleja, llena de incertidumbres y de nuevos retos, pero, aunque ya mayor, el más importante de ellos lo pudo ver en vida, ya que, en 1918, cuando tenía 91 años falleció, pero el territorio que quedó tras su marcha era más igualitario y más justo.

No deberíamos nunca olvidar sus palabras: “Hay quienes dicen: “Si permitimos que la mujer salga de su ámbito, descuidarán los deberes domésticos”. En un lenguaje más sencillo, “Si reconocemos que la mujer es humana, no le sacaremos tanto trabajo”. Me pregunto si el más tonto, incluso entre los tontos, no está enfermo y avergonzado de formular objeciones tan tontas y superficiales. Al escuchar a esos hombres discutir la cuestión que uno imaginaría, si las mujeres tuvieran el derecho al voto, necesariamente estarían votando desde la mañana hasta la noche todos los días de sus vidas, hasta el completo descuido de todo lo que conduzca a la comodidad del hombre”.

Un nuevo territorio, lejano, ignoto, peligroso, pero donde crear nuevas relaciones, y donde permitir, por fin, a las mujeres actuar en un plano de igualdad, eso era Australia para Henrietta, y eso consiguió, el primer país del mundo en reconocer que las mujeres tienen los mismos derechos que los hombres. 

Gracias Henrietta.

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