La tarea de “una izquierda transformadora”

La existencia de grupos, de personas o clases sociales con intereses distintos, son la muestra de que las sociedades son diversas y plurales como consecuencia de la libertad de las personas que la conforman. Sin embargo, esos intereses contrapuestos suelen ser el origen de conflictos cuando no de guerras y desdichas que por doquier amenazan la paz, la vida y el progreso en nuestro mundo. Esos conflictos, llámense lucha de clases, guerra o como se quiera, son tan antiguos como la humanidad. Su existencia es innegable y negarlo no permitirá avanzar en soluciones de progreso y concordia social.

En estos momentos de crisis social, política, económica, sanitaria y ecológica, se impone hacer algunas reflexiones sobre la tan reclamada tarea de “una izquierda transformadora”. La primera reflexión es que debemos entender y dimensionar la profunda modificación del modelo social que se ha generado con la globalización, el auge del capitalismo financiarizado y la crisis de los sistemas políticos en las democracias actuales.

La segunda reflexión es que estamos hablando de fenómenos globales, que exigen en buena lógica una respuesta desde las izquierdas también global (antes se tildaba de “internacional”). Esa respuesta desde la izquierda debería adaptarse ideológica, táctica y logísticamente a las historias, culturas y peculiaridades de cada país o incluso cada cultura o pueblo. Pero sobre todo hay que entender que si no es global poco podrá hacerse ante las fuerzas “globales”.

Creo que debemos reconocer que el éxito de la globalización y la consiguiente neoliberalización se debe a sus cautivadoras habilidades de comunicación, de mimetismo y de adaptación a las realidades nacionales. El modelo económico social producido por la globalización comenzó hace décadas y se ha implantado en todo el orbe. Quizás los rasgos más inquietantes son: i) El trabajo se ha desvalorizado y precarizado; ii) Las desigualdades han aumentado hasta límites nunca conocidos; iii) Los servicios sociales se han recortado y privatizado; iv) La vida de colectivos cada vez más amplios se ha empobrecido y v) Las personas de las clases subalternas viven en la incertidumbre. La consecuencia de todo ello es que por primera vez hay una generación entera que sospecha (no sin razón) que vivirá peor que sus padres y que se encuentra en una sociedad donde el mercado manda, la competitividad impera y el individualismo triunfa.

Esta globalización revestida (o mejor dicho investida) de democracia y neoliberalismo ha conseguido que mercado, la competitividad y el individualismo se hayan convertido en algo “natural” e “indiscutible”. El mercado se ha divinizado, o lo que es peor nos lo muestran humanizado al atribuírsele emociones y sentimientos propios de las personas. Por ejemplo, es cotidiano escuchar o leer frases del estilo de “Los mercados están nerviosos, preocupados, contentos, enfadados, locos, etc.”.

Hoy día la competitividad mide y valora toda actividad económica y en consecuencia los trabajadores (es decir el 90% de la población) tienen que aceptar condiciones de trabajo cada vez peores, con el argumento (no trivial) de que lo que hay que evitar es que la empresa cierre o se deslocalice. En consecuencia, la competitividad y la precarización de las vidas han disparado al individualismo con la consecuente derrota de las luchas colectivas. Paro, trabajos precarizados e individualismos son armas de cera cuando hay que luchar y competir para sobrevivir en la jungla del “libre mercado”. 

La crisis que comenzó en 2008 se ha encargado de demostrar la insostenibilidad del sistema. Gran parte de la población ha descubierto que la globalización no es la “maravillosa posibilidad de grandes oportunidades para todos”. Además, nada sustancial ha cambiado en el modelo económico: los “sacrificios” impuestos con la promesa de una segunda fase de recuperación de derechos y nivel de vida han venido para quedarse. La segunda fase simplemente no existe, ni puede existir porque la primera fase reproduce incesantemente los problemas y lejos de solucionarlos los amplifica.

Por otro lado, el auge de la extrema derecha está íntimamente conectado con este contexto. Es fácil vender que “¡antes los españoles!” y “¡fuera los inmigrantes!”. Si el mundo aparece como un caos donde se libra una guerra entre civilizaciones, es fácil apuntar contra China, contra el islam que amenazan con “invadirnos” y poner fin a nuestras tradiciones, costumbres y concepción misma de la vida. Y para colmo, también es fácil decir que el último refugio de la sociedad (la familia) está amenazado por el feminismo y por los derechos LGTB.

Para acabar de destruir el progreso, la democracia y la concordia, surge una vez más el nacionalismo, redentor e irredento como respuesta mágica que no cuestiona ni el sistema ni las causas del problema. Incluso extrema derecha y nacionalismo llegan a clamar por una salida del euro, en un país como España o Cataluña que no tienen ni autonomía energética, ni tecnología puntera y de dimensiones económicas más bien modestas. Si la sociedad está atomizada, las clases humildes o subalternas pierden. Si impera el individualismo, no se pueden afrontar los graves y reales problemas que tenemos. En fin, el nacionalismo agitado por la extrema derecha y la extrema derecha agitada por el nacionalismo se permiten el lujo de pretender resolver el descontento producido por el sistema, la incertidumbre y el miedo, vendiendo una falsa solución presentada como fácil e inmediata.

En otras palabras, el conflicto de clase y el proyecto de sociedad alternativo de la izquierda ha sido expulsado de la dialéctica entre líderes, partidos y bloques. Las riñas, peleas e insultos predominan en un debate estéril en el que los problemas sociales y serios son evocados solo demagógicamente. El debate, sin pugna, por modelos sociales alternativos ha derivado en una discusión banal y sin fin centrada en el marketing electoral, maniobras, trucos, tácticas sin estrategias, sugestiones y personalismos exasperados.

Hay que construir conexiones estructuradas entre luchas y movimientos sociales para que la izquierda política tenga verdaderas raíces en la sociedad y todo ello sin menospreciar la dificultad de obtener resultados legislativos. En otras palabras, la izquierda política debe considerar las elecciones y la presencia institucional como una parte de su trabajo y no como su única tarea. Así evitaría ser percibida como un partido más que promete solucionar fácilmente los problemas a cambio de votos. Las luchas son el motor de cualquier transformación y, sin ellas, las relaciones de fuerza no se pueden invertir. Sin luchas y organización social (de clase, cultural, solidaria, recreativa, etc.), y sin una concepción diferente de la política, que se contraponga a aquella alejada de la sociedad no solucionaremos nuestros problemas.

La izquierda transformadora tiene una tarea hercúlea: tenemos que arrimar el hombro.

Temi Vives Rego

Biòleg i professor honorífic de la Universitat de Barcelona

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