La rabia o mejor dicho: el cabreo

La rabia se manifiesta de maneras diferentes y por motivos diversos. Quizás por ello adopta diferentes términos: ira, enojo, enfado, indignación, furia, cólera o si a uno le permiten ser políticamente incorrecto: cabreo o estar de mala leche. Cada sinónimo aporta sus matices y son precisamente los matices los que nos facilita entender las protestas, e incluso violencia, que están a la orden del día en nuestros pueblos y ciudades de Cataluña, España, Europa y por qué no decirlo del mundo mundial: hay cabreo por todas partes.

Escuchando la voz y las palabras de los que protestan, es fácil darse cuenta de que no hay una explicación sencilla. Ni todos son negacionistas, ni de extrema derecha o extrema izquierda, ni sólo mujeres o hombres, ni todos son jóvenes (cada vez hay más viejos cabreados). A veces son simplemente gente que pasaba por allí y sin pensárselo dos veces se añaden dócilmente a la protesta y encima se les ve ardorosamente cabreados. Hay un poco de todo, pero quizás lo que parece ser el elemento común es el sentimiento de haber sido víctimas de una injusticia que ha lesionado su dignidad. Cuando procedemos a entrar en el detalle del inventario de los enfados y dignidades pisoteadas, la lista es larga y diversa: cada uno y cada una tiene las suyas.

El personal se enfada por la pérdida de trabajo, la falta de aparcamiento, por el paro o la pensión insuficiente, la prohibición de salir a causa del covid19, por la falta de subvenciones, por la insuficiencia de las prestaciones sanitarias, o la escuela o la universidad públicas, la quiebra de la patria o a no poder forjar la patria que unos quieren, o que el Estado o el Ayuntamiento no ha satisfecho ciertas reivindicaciones. Cuando la lista se agota, la ira es debida a la injusticia de la vida misma. Y también oímos el enfado por no sentirse alguien y querer, como protesta, hacerse un selfie a la luz de las hogueras, aunque el fondo de pantalla sea un contenedor.

Todos podemos sentir que nuestra dignidad ha sido violada por unos o por otros y, en la situación actual, la gestión de los gobernantes en relación a la pandemia ofrece motivos varios y suficientes. Pero, al mismo tiempo, no todos los indignados salen a la calle y, mucho menos, queman contenedores o arrojan piedras a los escaparates o a la policía. A menudo da la impresión que la cólera, se debe a que las llaves no abren la puerta a un mundo sin problemas y feliz, a esa arcadia con la que nos creemos con derecho a poseer por el solo hecho de estar en la superficie de este planeta. La protesta se debe en definitiva a que algo que debía encajar pero no lo hace.

 Los psicoanalistas señalan que la indignación puede hacernos montar en cólera cuando sentimos que nuestra singularidad es cuestionada, rechazada o simplemente no reconocida. Por ejemplo, quién no lo ha experimentado alguna vez al ser atendido en un servicio público. O cuando el médico recoge nuestros datos, sin apenas mirarnos absorto al tener que rellenar ineludiblemente el preceptivo software de la institución. O cuando el funcionario no entiende nuestra casuística personal.

Y a la vez ¡que placer sadomasoquista sentir nuestra dignidad ultrajada! Al no oír en los altavoces el reconocimiento de nuestra singularidad, nos permitimos dar rienda suelta a la palabra y al cuerpo para pasar al acto violento (oral o físico) y que nuestra rabia explote para (al menos momentáneamente) sentirlos liberados, dignos y singulares. También es cierto que hay personas que no necesitan ningún atentado a su dignidad para enfurecerse. Les basta con la satisfacción que encuentran en exteriorizar su cabreo y con ello, proclamar su singularidad ante la sociedad y el Estado.

Sin embargo, no hay mejor manera de contener o limitar nuestra rabia que recuperando nuestra dignidad y eso exige algo más que buenas palabras y mejores intenciones. Quizás sí que al final la fórmula puede ser sencilla: viejos y jubilados, jóvenes y desempleados, médicos y enfermeras, cuidadores, taxistas, repartidores, camareros y hosteleros, trabajadores del campo y la industria. Todos esperamos que además de buenas palabras e intenciones, seamos ayudados de manera que nuestra singularidad como personas sea preservada.

Ahora las preguntas son: ¿Qué ayudas son necesarias para preservar nuestra singularidad y nuestra dignidad? ¿Quién debe y puede repartir todas esas numerosas y costosas ayudas? Una vez repartidas ¿se habrán acabado los cabreos? Espero que los amantes de la polémica no se quejarán por falta de oportunidad para cabrearse un poco más.

Temi Vives Rego

Biòleg i professor honorífic de la Universitat de Barcelona

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